Cuando
oyeron las noticias salieron de los restaurantes y los cafés y los hoteles y
observaron el cielo. Las manos oscuras protegieron los ojos en blanco. Las
bocas se abrieron. A lo largo de miles de kilómetros, bajo la luz del mediodía,
se extendían unos pueblitos donde unas gentes oscuras, de pie sobre sus
sombras, alzaban los ojos. Hattie Johnson tapó la olla donde hervía la sopa, se
secó los dedos con un trapo, y fue lentamente hacia el fondo de la casa.
-¡Ven,
Ma!
-¡Eh,
Ma, ven!
-¡Te
lo vas a perder!
-¡Eh,
Ma!
Los
tres negritos bailaban chillando en el patio polvoriento. De cuando en cuando
miraban ansiosamente hacia la casa.
-Ya
voy -dijo Hattie, y abrió la puerta de tela de alambre-. ¿Dónde oyeron la
noticia?
-En
casa de Jones, Ma. Dicen que viene un cohete. Por primera vez después de veinte
años.
-¡Y
con un hombre blanco dentro!
-¿Cómo
es un hombre blanco, Ma? Nunca vi ninguno.
-Ya
sabrás cómo es -dijo Hattie-. Sí, ya lo sabrás, de veras.
-Dinos
cómo es, Ma. Cuéntanos, por favor.
Hattie
frunció el ceño.
-Bueno,
han pasado muchos años. Yo era sólo una niñita, ¿saben? Fue en 1965.
-¡Cuéntanos
del hombre blanco, Ma!
Hattie
salió al patio, y miró el cielo marciano, claro y azul, con las tenues nubes
blancas marcianas, y más allá, a lo lejos, las colinas marcianas que se
tostaban al sol. Y dijo al fin:
-Bueno,
ante todo tienen manos blancas.
-¡Manos
blancas!
Los
chicos se rieron lanzándose manotones.
-Y
tienen brazos blancos.
-¡Brazos
blancos!
-Y
caras blancas.
-¡Caras
blancas! ¿De veras?
-¿Blanca
como ésta, Ma? -El más pequeño de los negritos se arrojó un puñado de polvo a
la cara y lanzó un estornudo-. ¿Así de blanca?
-Más
blanca aún -dijo la negra gravemente, y se volvió otra vez hacia el cielo.
Tenía como una sombra de inquietud en los ojos, como si esperara una tormenta y
no pudiese verla-. Será mejor que entren, chicos.
-¡Oh,
Ma! -Los negritos la miraron asombrados-. Tenemos que verlo, Ma. No va a pasar
nada, ¿no?
-No
sé. Tengo un mal presentimiento.
-Sólo
queremos ver el cohete, e ir al aeródromo, y ver al hombre blanco. ¿Cómo es el
hombre blanco, Ma?
-No
lo sé. No lo sé de veras -murmuró la mujer, sacudiendo la cabeza.
-¡Cuéntanos
algo más!
-Bueno,
los blancos viven en la Tierra, el lugar de donde vinimos todos nosotros hace
veinte años. Salimos de allí y nos vinimos a Marte y construimos las ciudades,
y aquí estamos. Ahora somos marcianos y no terrestres. Y ningún hombre blanco
vino a Marte en todo este tiempo. Eso es todo.
-¿Por
qué no vinieron, Ma?
-Bueno,
porque… Apenas llegamos, estalló en la Tierra una guerra atómica. Pelearon
entre ellos, de un modo terrible. Se olvidaron de nosotros. Cuando terminaron
de pelear, no tenían más cohetes. Sólo hace poco pudieron construir algunos. Y
ahora vienen a visitarnos después de tanto tiempo. -La mujer miró
distraídamente a sus hijos, y se alejó unos metros-. Esperen aquí. Voy a ver a
Elizabeth Brown.
-Bueno,
Ma.
La
mujer se alejó calle abajo. Llegó a la casa de los Brown en el momento en que
todos se subían al coche.
-Eh,
Hattie, ¡ven con nosotros!
-¿A
dónde van? -dijo la mujer, sin aliento, corriendo hacia ellos.
-¡A
ver al hombre blanco!
-Eso
es -dijo el señor Brown, muy serio-. Mis chicos nunca vieron uno, y yo casi no
me acuerdo.
-¿Qué
van a hacer con el hombre blanco? -les preguntó Hattie.
-¿A
hacer? Vamos a verlo, nada más.
-¿Seguro?
-¿Y
qué podíamos hacer?
-No
sé -dijo Hattie vagamente, algo avergonzada-. ¿No van a lincharlo?
-¿A
lincharlo? -Todos se rieron. El señor Brown se palmeó una rodilla-. ¡Dios te
bendiga, criatura! Vamos a estrecharle la mano. ¿No es cierto? Todos nosotros.
-¡Claro,
claro!
Otro
coche se acercó corriendo. Hattie lanzó un grito:
-¡Willie!
-¿A
dónde piensan ir? ¿Dónde están los chicos? -les gritó agriamente el marido de Hattie,
mirándolos con furia-. Se van como idiotas a ver a ese blanco…
-Exactamente
-asintió el señor Brown, sonriendo.
-Bueno,
llévense sus armas -dijo Willie-. Yo voy a buscar la mía ahora mismo.
-¡Willie!
-¡Entra
en este coche, Hattie. -El negro abrió la puerta, y así la sostuvo, hasta que
la mujer obedeció. Sin volver a hablar con los otros, se lanzó por el camino
polvoriento.
-¡Willie,
no tan rápido!
-No
tan rápido, ¿eh? Ya lo veremos. -Willie miró el camino que se precipitaba bajo
el coche-. ¿Con qué derecho vienen aquí después de tantos años? ¿Por qué no nos
dejan tranquilos? ¿Por qué no se habrán matado unos a otros en ese viejo mundo,
permitiéndonos vivir en paz?
-Willie,
no hablas como un cristiano.
-No
me siento como un cristiano -dijo Willie furiosamente, tomando con fuerza el
volante-. Me siento malvado. Después de hacernos, durante tantos años, todo lo
que nos hicieron… A mis padres y a los tuyos… ¿Recuerdas? ¿Recuerdas cómo
colgaron a mi padre en Knockwood Hill, y cómo mataron a mamá? ¿Recuerdas? ¿O
tienes tan poca memoria como los otros?
-Recuerdo
-dijo la mujer.
-¿Recuerdas
al doctor Phillips, y al señor Burton, y sus casas enormes, y la cabaña de mi
madre, y a mi viejo padre que seguía trabajando a pesar de sus años? El doctor
Phillips y el señor Burton le dieron las gracias poniéndole una soga al cuello.
Bueno –dijo Willie-, todo ha cambiado. El zapato aprieta ahora en el otro pie.
Veremos quién dicta leyes contra quién, quién lincha, quién viaja en el fondo
de los coches, quién sirve de espectáculo en las ferias. Vamos a verlo.
-Oh,
Willie, no hables así. Nos traerá mala suerte.
-Todo
el mundo habla así. Todo el mundo ha pensado en este día, creyendo que nunca
iba a llegar. Todos pensábamos: «¿Qué pasará el día que un hombre blanco venga
a Marte?» Pues bien, el día ha llegado, y ya no podemos retroceder.
-¿No
vamos a dejar que los blancos vivan aquí en Marte?
-Sí,
seguro. -Willie sonrió, pero con una ancha sonrisa de maldad. Había furia en
sus ojos-. Pueden venir y trabajar aquí. ¿Por qué no? Pero para merecerlo
tendrán que vivir en los barrios bajos, y lustrarnos los zapatos, y barrernos
los pisos, y sentarse en la última fila de butacas. Sólo eso les pedimos. Y una
vez por semana colgaremos a uno o dos.
Nada
más.
-No
hablas como un ser humano, y no me gusta.
-Tendrás
que acostumbrarte -dijo Willie. Se detuvo frente a la casa y saltó fuera del
coche-. Voy a buscar mis armas y un trozo de cuerda. Respetaremos el
reglamento.
-¡Oh,
Willie! -gimió la mujer, y allí se quedó, sentada en el coche, mientras su
marido subía de prisa las escaleras y entraba en la casa dando un portazo. Al
fin Hattie siguió a su marido. No quería seguirlo, pero allá estaba Willie,
agitándose en la buhardilla, maldiciendo como un loco, buscando las cuatro
armas. Hattie veía el salvaje metal de los caños que brillaba en la oscura
bohardilla, pero no podía ver a Willie. ¡Era tan negro! Sólo oía sus
juramentos. Al fin las piernas de Willie aparecieron en la escalera, envueltas
en una nube de polvo. Willie amontonó los cartuchos de cápsulas amarillas, y
sopló en los cargadores, y metió en ellos las balas, con un rostro serio y grave,
como ocultando una amargura interior.
-Déjennos
solos -murmuraba, abriendo mecánicamente los brazos-. Déjennos solos. ¿Por qué
no nos dejan?
-Willie,
Willie.
-Tú
también… tú también.
Y
Willie miró a su mujer con la misma mirada, y Hattie se sintió tocada por todo
ese odio. A través de la ventana se veía a los niños que hablaban entre ellos.
-Blanco
como la leche, dijo Ma. Blanco como la leche.
-Blanco
como esta flor vieja, ¿ves?
-Blanco
como una piedra, como la tiza del colegio.
Willie
salió de la casa.
-Chicos,
adentro. Los encerraré. No habrá hombre blanco para ustedes. No hablarán de él.
Nada.
-Pero,
papá…
El
hombre los empujó al interior de la casa, y fue a buscar una lata de pintura y
un pincel, y sacó del garaje una cuerda peluda y gruesa, en la que hizo un nudo
corredizo, con manos torpes, mientras examinaba cuidadosamente el cielo. Y
luego se metieron en el coche, y se alejaron sembrando a lo largo de la
carretera unas apretadas nubes de polvo.
-Despacio,
Willie.
-No
es tiempo de ir despacio -dijo Willie-. Es tiempo de ir de prisa, y yo tengo
prisa. Las gentes miraban el cielo desde los bordes del camino, o subidas a los
coches, o llevadas por los coches, y las armas asomaban como telescopios
orientados hacia los males de un mundo en agonía. Hattie miró las armas.
-Has
estado hablando -dijo acusando a su marido.
-Sí,
eso he hecho -gruñó Willie, y observó orgullosamente el camino-. Me detuve en
todas las casas, y les dije qué debían hacer: sacar las armas, buscar la
pintura, traer las cuerdas, y estar preparados. Y aquí estamos ahora: el comité
de bienvenida, para entregarles las llaves de la ciudad. ¡Sí, señor!
La
mujer juntó las manos delgadas y oscuras, como para rechazar el terror que
estaba invadiéndola.
El
coche saltaba y se sacudía entre los otros coches. Hattie oía las voces que
gritaban:
-¡Eh,
Willie! ¡Mira! -y veía pasar rápidamente las manos que alzaban las cuerdas y
las armas, y las bocas que sonreían.
-Hemos
llegado -dijo Willie, y detuvo el automóvil en el polvo y el silencio. Abrió la
puerta de un puntapié, salió cargado con sus armas, y se metió en los campos
del aeródromo.
-¿Lo
has pensado, Willie?
-No
he hecho otra cosa en veinte años. Tenía dieciséis años cuando dejé la Tierra.
Y muy contento. No había nada allí para mí, ni para ti, ni para ninguno de
nosotros. Jamás me he arrepentido. Aquí vivimos en paz. Por primera vez
respiramos a gusto. Vamos, adelante. Willie se abrió paso entre la oscura
multitud que venía a su encuentro.
-Willie,
Willie, ¿qué vamos a hacer? -decían los hombres.
-Aquí
tienen un fusil -les dijo Willie-. Aquí otro fusil. Y otro. -Les entregaba las
armas con bruscos movimientos-. Aquí tienen. Una pistola. Un rifle. La gente
estaba tan apretada que semejaba un solo cuerpo oscuro, con mil brazos extendidos
hacia las armas.
-Willie,
Willie.
Hattie,
erguida y silenciosa, apretaba los labios, con los grandes ojos trágicos y
húmedos.
-Trae
la pintura -le dijo Willie. Y la mujer cruzó el campo con una lata de pintura,
hasta el lugar donde en ese momento se detenía un ómnibus con un letrero recién
pintado en el frente: A LA PISTA DE ATERRIZAJE DEL HOMBRE BLANCO. El ómnibus
traía un grupo de gente armada que salió de un salto y corrió trastabillando
por el aeródromo, con los ojos fijos en el cielo. Mujeres con canastas de
comida; hombres con sombreros de paja, en mangas de camisa. El ómnibus se quedó
allí, vacío, zumbando. Willie se meció en el coche, instaló las latas, las
abrió, revolvió la pintura, probó un pincel, y se subió a un asiento.
-¡Eh,
oiga! -El conductor se acercó por detrás, con su tintineante cambiador de
monedas-. ¿Qué hace? ¡Fuera de aquí!
-Vas
a ver lo que hago. Espera un poco.
Y
Willie mojó el pincel en la pintura amarilla. Pintó una B y una L y una A y una
N y una C y una O y una S con una minuciosa y terrible aplicación. Y cuando
Willie terminó su trabajo, el conductor arrugó los párpados y leyó: BLANCOS:
ASIENTOS DE ATRÁS. Leyó otra vez: BLANCOS. Guiñó un ojo. ASIENTOS DE ATRÁS. El
conductor miró a Willie y sonrió.
-¿Te
gusta? -le preguntó Willie descendiendo.
Y
el conductor respondió:
-Mucho,
señor. Me gusta mucho.
Hattie
miraba el letrero desde afuera, con las manos apretadas contra el pecho. Willie
volvió a reunirse con la multitud. Esta aumentaba con cada coche que se detenía
gruñendo, y con cada ómnibus que llegaba tambaleándose desde el pueblo cercano.
Willie se subió a un cajón.
-Nombremos
a unos delegados para que pinten todos los ómnibus en la hora próxima. ¿Hay
voluntarios?
Las
manos se alzaron.
-¡Adelante!
Los
hombres se fueron a pintar.
-Nombremos
a unos delegados para separar con cuerdas los asientos de los cines. Las dos
últimas filas para los blancos. Más manos.
-¡Adelante!
Los
hombres corrieron. Willie miró a su alrededor, transpirado, fatigado por el
esfuerzo, orgulloso de su energía, con la mano en el hombro de su mujer. Hattie
miraba el suelo con los ojos bajos.
-Veamos
-anunció Willie-. Ah, sí. Tenemos que votar una ley esta misma tarde. ¡Se
prohíben los matrimonios entre razas de distinto color!
-Eso
es -dijeron algunos.
-Todos
los lustrabotas dejan hoy su empleo.
-¡Ahora
mismo!
Algunos
de los hombres arrojaron al suelo unos trapos que habían traído del pueblo,
aturdidos por la excitación.
-Votaremos
una ley sobre salarios mínimos, ¿no es cierto?
-¡Seguro!
-Se
les pagará, por lo menos, diez centavos por hora.
-¡Eso
es!
El
alcalde de la ciudad se acercó corriendo.
-Oye,
Willie Johnson. ¡Bájate de ese cajón!
-Alcalde,
nada podrá sacarme de aquí.
-Estás
provocando un tumulto, Willie Johnson.
-Justo.
-Cuando
eras chico, odiabas todo esto. No eres mejor que esos blancos que ahora atacas.
-Las
cosas han cambiado, alcalde -dijo Willie, desviando la vista y mirando los
rostros que se extendían ante él: algunos sonrientes, otros titubeantes, otros
asombrados, y otros que se alejaban disgustados y temerosos.
-Te
arrepentirás, Willie -dijo el alcalde.
-Haremos
una elección y tendremos otro alcalde -dijo Willie, y volvió los ojos hacia el
pueblo, donde, calles abajo y calles arriba, se colgaban unos letreros recién
pintados: EL ESTABLECIMIENTO SE RESERVA EL DERECHO DE NO ACEPTAR A ALGÚN
CLIENTE. Willie mostró los dientes y golpeó las manos. ¡Señor! Y se detuvo a
los ómnibus y se pintaron de blanco los últimos asientos, como para sugerir
quiénes serían los futuros ocupantes. Y unos hombres alegres invadieron los
teatros y tendieron unas cuerdas, mientras sus mujeres los miraban desde las
aceras, sin saber qué hacer. Y algunos encerraron a sus niños en las casas,
para apartarlos de esas horas terribles.
-¿Todos
listos? -preguntó Willie Johnson, alzando una soga bien anudada.
-¡Listos!
-gritó media multitud. La otra mitad murmuró y se movió como figuras de una
pesadilla de la que deseaban huir.
-¡Ahí
viene! -dijo un niño.
Como
cabezas de títeres, movidas por una sola cuerda, las cabezas de la multitud se
volvieron hacia arriba. En lo más alto del cielo, un hermoso cohete lanzaba un
ardiente penacho anaranjado. El cohete describió un círculo amplio y descendió,
y todos lo miraron con la boca abierta. El campo ardió, aquí y allá, y luego el
fuego se fue apagando. El cohete inmóvil descansó unos instantes. Y al fin,
mientras la multitud esperaba en silencio, en un costado de la nave se abrió
una puerta y dejó escapar una bocanada de oxígeno. Un hombre viejo apareció en
el umbral.
-Un
blanco, un blanco, un blanco…
Las
palabras corrieron por la expectante multitud. Los niños se hablaron al oído,
empujándose suavemente; las palabras retrocedieron en ondas hasta los últimos
hombres y hasta los ómnibus bañados por la luz y golpeados por el viento. De
las abiertas ventanillas salía un olor a pintura fresca. El murmullo se alejó
lentamente, y al fin dejó de oírse. Nadie se movió.
El
hombre blanco era alto y esbelto, pero llevaba en el rostro las huellas de un
profundo cansancio. No se había afeitado ese día, y sus ojos eran tan viejos
como pueden serlo los ojos de un hombre todavía vivo. Eran ojos incoloros, casi
blancos. Las cosas que había visto en su vida habían destruido la mirada. El
hombre era delgado como un arbusto en invierno. Le temblaban las manos, y
mientras miraba a la multitud buscó apoyo en los quicios de la puerta. El
hombre blanco sonrió débilmente, y extendió una mano, y la dejó caer. Nadie se
movió.
El
hombre observó atentamente los rostros, y quizá vio, sin verlos, los fusiles y
las cuerdas, y quizá olió la pintura. Nadie llegó a preguntárselo. El hombre
blanco comenzó a hablar. Comenzó lentamente, dulcemente, como si no esperase
ninguna interrupción. Nadie lo interrumpió. Su voz era una voz fatigada, vieja
y uniforme.
-No
importa quién soy -les dijo-. De todos modos, no sería más que un nombre para ustedes.
Yo tampoco sé sus nombres. Eso vendrá más tarde. -Se detuvo, cerró los ojos un
momento, y luego continuó-: Hace veinte años dejaron la Tierra. Han sido años
tan largos, tan largos… Pasaron tantas cosas… Son más de veinte siglos. Cuando se
fueron estalló la guerra. -El hombre asintió con un lento movimiento de
cabeza-. Sí, la gran guerra, la tercera. Duró mucho. Hasta el año pasado.
Bombardeamos todas las ciudades. Destruimos Nueva York y Londres, y Moscú, y
París, y Shanghai, y Bombay, y Alejandría. Lo arruinamos todo. Y cuando
terminamos con las grandes ciudades, nos volvimos hacia las más pequeñas, y
lanzamos sobre ellas nuestras bombas atómicas…
Y
el hombre nombró ciudades y lugares y calles. Y mientras los nombraba un
murmullo se elevó de la multitud.
-Destruimos
Natchez…
Un
murmullo.
-Y
Columbus, Georgia…
Otro
murmullo.
-Quemamos
Nueva Orleans…
Un
suspiro.
-Y
Atlanta…
Un
nuevo suspiro.
-Y
no quedó nada de Greenwater, Alabama.
Willie
Johnson alzó la cabeza y abrió la boca. Hattie vio el gesto de Willie y los
recuerdos que le venían a los ojos.
-No
quedó nada -dijo el viejo, hablando lentamente-. Ardieron los algodonales.
-¡Oh!
-dijeron todos.
-Los
molinos de algodón cayeron bajo las bombas…
-¡Oh!
-Y
las fábricas, radiactivas; todo radiactivo. Los caminos y las granjas y los
alimentos, radiactivos. Todo.
El
hombre nombró otras ciudades y pueblos.
-Tampa.
-Mi
pueblo -dijo alguien.
-Fulton.
-El
mío -murmuró otro.
-Memphis.
Una
voz indignada:
-¿Memphis?
¿Quemaron Memphis?
-Memphis
saltó en pedazos.
-¿La
calle Cuatro de Memphis?
-Toda
la ciudad -dijo el viejo.
La
multitud comenzó a agitarse. Una ola los llevaba al pasado. Veinte años. Los
pueblos y las plazas, los árboles y los edificios de ladrillo, los carteles y
las iglesias y las tiendas familiares. Todo volvía a la superficie entre las
gentes del aeródromo. Cada nombre despertaba un recuerdo, y todos pensaban en
algún otro día. Todos eran, excepto los niños, suficientemente viejos.
-Laredo.
-Recuerdo
Laredo.
-Nueva
York.
-Yo
tenía una tienda en Harlem.
-Harlem,
bombardeado.
Las
palabras siniestras. Los lugares familiares. El esfuerzo de imaginar todo en
ruinas. Willie Johnson murmuró:
-Greenwater.
Alabama. El pueblo donde nací. Lo veo aún.
-Destruido.
Todo.
Destruido.
Todo. Así decía el hombre.
Y
el hombre continuó:
-Destruimos
todo y arruinamos todo, como estúpidos que éramos y somos todavía. Matamos a
millones. No creo que los sobrevivientes pasen de quinientos mil. Y de todo ese
desastre salvamos un poco de metal, construimos este único cohete, y vinimos a
Marte, a pedirles ayuda.
El
hombre se detuvo y miró hacia abajo, y escrutó los rostros como para ver qué
podía esperar. Pero no estaba seguro. Hattie Johnson sintió que el brazo de su
marido se endurecía y vio que sus dedos apretaban la cuerda.
-Hemos
sido unos insensatos -dijo el hombre serenamente-. Destruimos la Tierra y su
civilización. No vale ya la pena reconstruir las ciudades. La radiactividad
durará todo un siglo. La Tierra ha muerto. Su vida ha terminado. Ustedes tienen
cohetes. Cohetes que no han intentado usar, pues no querían volver a la Tierra.
Yo ahora les pido que los usen. Que vayan a la Tierra a recoger a los
sobrevivientes y traerlos a Marte. Les pido su ayuda. Hemos sido unos
estúpidos. Confesamos ante Dios nuestra estupidez y nuestra maldad. Chinos,
hindúes, y rusos, e ingleses y americanos. Les pedimos que nos dejen venir. El
suelo marciano se mantiene casi virgen desde hace innumerables siglos. Hay
sitio para todos. Es un buen suelo… Lo he visto desde el aire. Vendremos y trabajaremos
la tierra para ustedes. Sí, hasta haremos eso. Merecemos cualquier castigo; pero
no nos cierren las puertas. No podemos obligarlos ahora. Si quieren subiré a mi
nave y volveré a la Tierra. Pero si no, vendremos y haremos todo lo que ustedes
hacían… Limpiaremos las casas, cocinaremos, les lustraremos los zapatos, y nos
humillaremos ante Dios por lo que hemos hecho durante siglos contra nosotros
mismos, contra otras gentes, contra ustedes. El hombre calló. Había terminado.
Se
oyó un silencio hecho de silencios. Un silencio que uno podía tomar con la
mano, un silencio que cayó sobre la multitud como la sensación de una tormenta
distante. Los largos brazos de los negros colgaban como péndulos oscuros a la
luz del sol, y sus ojos se clavaban en el viejo. El viejo no se movía.
Esperaba. Willie Johnson sostenía aún la cuerda entre las manos. Los hombres a
su alrededor lo observaban atentamente. Su mujer Hattie esperaba, tomada de su
brazo.
Hattie
Johnson hubiese querido entrar en el interior de aquel odio, y examinarlo hasta
descubrir una grieta, una falla. Entonces podría sacar un guijarro o una
piedra, o un ladrillo, y luego parte de una pared, y pronto todo el edificio se
vendría abajo. Ahora mismo ya estaba tambaleándose. ¿Pero dónde estaba la
piedra angular? ¿Cómo llegar a ella? ¿Cómo sacarla y convertir ese odio en un
montón de ruinas?
Hattie
miró a su marido, hundido en el silencio. No entendía qué pasaba, pero conocía
a su marido, conocía su vida, y de pronto comprendió que él, Willie, era la
piedra angular. Comprendió que sin él todo caería en pedazos.
-Señor…
-Hattie dio un paso adelante. No sabía cómo empezar. La multitud le clavó los
ojos en la espalda. Sintió esas miradas-. Señor…
El
hombre se volvió hacia Hattie con una débil sonrisa.
-Señor
-dijo Hattie-, ¿conoce usted Knockwood Hill en Greenwater, Alabama? El viejo le
habló por encima del hombro a alguien que estaba dentro de la nave. Un momento
después le alcanzaban un mapa fotográfico. El hombre esperó.
-¿Conoce
el viejo roble en la cima de la colina, señor? El viejo roble. El sitio donde
habían baleado al padre de Willie, donde lo habían colgado. El sitio donde lo
habían descubierto, balanceado por el viento del alba.
-Sí.
-¿Todavía
está? -preguntó Hattie.
-No
-dijo el viejo-. Saltó en pedazos. Toda la colina ha desaparecido, y el árbol
también.
¿Ve?
-Señaló el lugar en el mapa.
-Déjeme
ver -dijo Willie adelantándose y mirando la fotografía. Hattie parpadeó ante el
hombre blanco. El corazón se le salía del pecho.
-Hábleme
de Greenwater -dijo rápidamente.
-¿Qué
quiere saber?
-El
doctor Phillips, ¿vive todavía?
Pasó
un momento. Encontraron la información en una máquina tintineante, en el
interior del cohete…
-Muerto
en la guerra.
-¿Y
su hijo?
-Muerto.
-¿Qué
pasó con la casa?
-Se
incendió. Como todas las casas.
-¿Y
qué pasó con aquel otro viejo árbol de Knockwood Hill?
-Todos
los árboles murieron.
-¿Aquel
árbol también? ¿Está usted seguro? -preguntó Willie.
-Sí.
El
cuerpo de Willie pareció aflojarse.
-¿Y
qué pasó con la casa del señor Burton, y el señor Burton?
-No
quedó en pie ninguna casa. Murieron todos los hombres.
-¿Y
la cabaña de la señora Johnson, mi madre?
El
sitio donde la habían matado.
-Desapareció
también. Todo desapareció. Aquí están las fotografías. Usted mismo puede verlo.
Allí estaban las fotografías. Podía tenerlas en la mano, mirarlas, pensar en
ellas. El cohete estaba lleno de fotografías y respuestas. Cualquier pueblo,
cualquier edificio, cualquier sitio. Willie se quedó, allí, inmóvil, con la
cuerda en las manos. Estaba recordando la Tierra, la Tierra verde y el pueblo
verde donde había nacido y crecido. Y pensaba en ese pueblo, hecho pedazos,
destruido, arruinado, y en todos sus lugares, en todos aquellos lugares
relacionados con algún mal, y en todos sus hombres muertos, y en los establos,
y las herrerías, y las tiendas de antigüedades, los cafés, la tabernas, los
puentes, los árboles con sus ahorcados, las colinas sembradas de balas, los senderos,
las vacas, las mimosas, y su propia casa, y las casas de columnas a orillas del
río, esas tumbas blancas en donde mujeres delicadas como polillas revoloteaban
a la luz del otoño, distantes, lejanas. Esas casas en donde los hombres fríos
se balanceaban en sus mecedoras, con los vasos de alcohol en la mano, y los
fusiles apoyados en las balaustradas del porche, mientras aspiraban el aire del
otoño y meditaban en la muerte. Ya no estaban allí, ya nunca volverían. Sólo
quedaba, de toda aquella civilización, un poco de papel picado esparcido por el
suelo. Nada, nada que él, Willie, pudiese odiar… ni la cápsula vacía de una
bala, ni una cuerda de cáñamo, ni un árbol, ni siquiera una colina. Nada sino
unos desconocidos en un cohete, unos desconocidos que podían lustrarle los
zapatos y viajar en los últimos asientos de los ómnibus o sentarse en las
últimas filas de los cines oscuros.
-No
tienen por qué hacer eso -murmuró Willie Johnson.
Su
mujer le miró las manos. Los dedos de Willie estaban abriéndose. La cuerda cayó
al suelo y se dobló sobre sí misma. Los hombres corrieron por las calles del
pueblo y arrancaron los letreros tan rápidamente dibujados y borraron la
pintura amarilla de los ómnibus, y cortaron los cordones que dividían los
teatros, y descargaron los fusiles, y guardaron las cuerdas.
-Un
nuevo principio para todos -dijo Hattie, en el coche, al regresar.
-Sí
-dijo Willie al cabo de un rato-. El Señor ha salvado a algunos: unos pocos
aquí y unos pocos allá. Y el futuro está ahora en nuestras manos. El tiempo de
la tortura ha concluido. Seremos cualquier cosa, pero no tontos. Lo comprendí
en seguida al oír a ese hombre. Comprendí que los blancos están ahora tan solos
como lo estuvimos nosotros. No tienen casa y nosotros tampoco la teníamos.
Somos iguales. Podemos empezar otra vez. Somos iguales. Willie detuvo el coche
y se quedó sentado, inmóvil, mientras Hattie hacía salir a los chicos. Los
chicos corrieron hacia el padre.
-¿Has
visto al hombre blanco? ¿Lo has visto? -gritaron.
-Sí,
señor -dijo Willie, sentado al volante, pasándose lentamente la mano por la
cara-.
Me
parece que hoy he visto por primera vez al hombre blanco… Lo he visto de veras,
claramente.
Ray Bradbury. El hombre ilustrado.
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