viernes, 4 de mayo de 2012

Werther: Final de la Novela


El lunes 21 de diciembre, por la mañana, escribió a Carlota  la siguiente carta, que se encontró cerrada sobre su mesa  y fue remitida a la persona a quien se dirigía. La insertamos  aquí por fragmentos, como parece que él la escribió:
“Es cosa resuelta, Carlota: quiero morir y te lo participo  sin ninguna exaltación romántica, con la cabeza tranquila,  el mismo día en que te veré por última vez.
“Cuando leas estas líneas, mi adorada Carlota yacerán en  la tumba los despojos del desgraciado que en los últimos  instantes de su vida no encuentra placer más dulce que el  placer de pensar en ti. He pasado una noche terrible: con  todo, ha sido benéfica, porque ha fijado mi resolución.  ¡Quiero morir!
“Al separarme ayer de tu lado, un frío inexplicable se  apoderó de todo mi ser; refluía mi sangre al corazón, y  respirando con angustiosa dificultad pensaba en mi vida,  que se consume cerca de ti, sin alegría, sin esperanza.  ¡Ah!, estaba helado de espanto.
Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí de rodillas,  completamente loco. ¡Oh Dios mío!, tú me concediste  por última vez el consuelo de llorar. Pero ¡qué lágrimas  tan amargas! Mil ideas, mil proyectos agitaron  tumultuosamente mi espíritu, fundiéndose al fin todos en  uno solo, pero firme, inquebrantable: ¡morir! Con esta  resolución me acosté, con esta resolución, inquebrantable  y firme como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es desesperación, es convencimiento: mi carrera está  concluida, y me sacrifico por ti. Sí, Carlota, ¿por qué te  lo he de ocultar? Es preciso que uno de los tres muera, y  quiero ser yo. ¡Oh vida de mi vida! Más de una vez en mi  alma desgarrada ha penetrado un horrible pensamiento:  matar a tu marido…, a ti…, a mí. Sea yo, yo solo; así será.
“Cuando al anochecer de algún hermoso día de verano  subas a la montaña, piensa en mí y acuérdate de que he  recorrido muchas veces el valle; mira luego hacia el  cementerio, y a los últimos rayos del sol poniente vean  tus ojos cómo el viento azota la hierba de mi sepultura.  Estaba tranquilo al comenzar esta carta, y ahora lloro como  un niño. ¡Tanto martirizan estas ideas mi pobre corazón!”
Werther llamó a su criado cerca de las diez. Mientras le  vestía, le dijo que iba a hacer un viaje de algunos días, y  que era preciso, por tanto, sacar la ropa y preparar las  maletas; le mandó, además, arreglar las cuentas, recoger  muchos libros que había prestado y dar a algunos pobres,  a quienes socorría una vez por semana, el importe  anticipado de la limosna de dos meses.  Se hizo servir el almuerzo en su cuarto, y después de  haber comido, se dirigió a la casa del juez, a quien no  encontró. Se paseó por el jardín con aire pensativo que parecía indicar el deseo de fundir en una sola todas las  ideas capaces de avivar sus amarguras. Los niños del juez  no le dejaron solo mucho tiempo: salieron a su encuentro  saltando de alegría y le dijeron que cuando llegase mañana  y pasado mañana, y el día siguiente, Carlota les daría los  aguinaldos: sobre esto le contaron todas las maravillas  que les prometía su imaginación. “¡Mañana —exclamó  Werther—, y pasado mañana…, y después otro día!”
Los abrazó cariñosamente, se disponía a abandonarlos,  cuando el más pequeño dio señales de querer decir algo  al oído. El secreto se redujo a participarle que sus  hermanos mayores habían escrito felicitaciones para el  año nuevo: una para el papá, otra para Alberto y Carlota,  y otra para Werther. Todas las entregarían por la mañana  temprano el primer día del año. Estas palabras le  enternecieron: hizo algunos regalos a todos y tras de  encargarles que saludaran a su papá, montó a caballo y se  marchó llorando.
A las cinco volvió a su casa; recomendó a la criada que  cuidase de la lumbre hasta la noche, y encargó al criado  que empaquetase los libros y la ropa blanca y metiese en  la maleta los trajes. Parece probable que después de esto debió de ser cuando escribió el siguiente párrafo de su última carta de Carlota:
“Tú no me esperas; tú crees que voy a obedecerte y a no  volver a tu casa hasta la víspera de la Navidad… ¡Oh  Carlota!…, hoy o nunca. El día de la Nochebuena tendrás  este papel en tus manos trémulas y lo humedecerás con  tus preciosas lágrimas. Lo quiero…, es preciso. ¡Oh, qué  contento estoy de mi resolución!”
Entre tanto, Carlota se encontraba en una situación de  ánimo bien extraña. En su última entrevista con Werther  había comprendido cuán difícil le sería decidirle a que se  alejara, y había adivinado mejor que  nunca los tormentos que el infeliz iba a sufrir separado de ella.
Habiendo participado a su marido, como incidentalmente,  que Werther no volvería hasta la víspera de la Navidad.  Alberto se marchó a ver al juez de un distrito inmediato  para ventilar un asunto que debía retenerle hasta el siguiente día.
Carlota estaba sola, ninguna de sus hermanas se encontraba  a su lado. Aprovechando esta circunstancia, se abandonó  a sus ideas y dejó vagar su espíritu entre los afectos de su  pasado y su presente.
Se contemplaba unida a un hombre cuyo amor y fidelidad  le eran bien conocidos y a quien amaba con toda su alma;  a un hombre que por su carácter, tan entero como apacible,  parecía formado para asegurar la felicidad de una mujer  honrada. Comprendía lo que este hombre era y debía ser  siempre para ella y para su familia. Por otra parte, le había  sido tan simpático Werther desde el momento en que se  conocieron, y llegó a serle tan querido, era tan espontáneo  el afecto que los unía, y había engendrado tal intimidad el  largo trato que medió entre ambos, que el corazón de  Carlota conservaba de ello impresiones indelebles. Se había  acostumbrado a contarle todo lo que pensaba, todo lo  que sentía.
Su marcha, por tanto, iba a producir en la vida de Carlota  un vacío que nada podía llenar. ¡Ah!, si ella hubiera podido  hacerle su hermano, ¡qué feliz habría sido! ¡Si hubiera  podido casarlo con alguna de sus amigas! ¡Si hubiera  podido restablecer la buena inteligencia que antes reinó  entre Alberto y él! Pasó en su mente revista a todas sus  amigas, y en todas encontraba defectos…; ninguna le  pareció digna del amor de Werther. Después de mucho  reflexionar concluyó por sentir confusamente, sin atreverse  a confesárselo, que el secreto deseo de su corazón era  reservárselo para ella, por más que se decía a sí misma  que ni podía ni debía hacerlo. Su alma, tan pura y tan  hermosa, y hasta entonces tan inaccesible a la tristeza,  recibió en aquel momento una herida cruel. La perspectiva de su dicha se disipaba entre las nubes que cubrían el  horizonte de su vida.
A las seis y media oyó a Werther, que subía la escalera,  preguntando por ella. Al momento reconoció sus pasos y  su voz, y el corazón le latió vivamente por primera vez,  podemos decirlo, al acercarse el joven. De buena gana  habría mandado que le dijesen que no estaba en casa, y,  cuando le vio entrar, no pudo menos que exclamar con  visible azoramiento y llena de emoción.
—¡Ah!, habéis faltado a vuestra palabra.
—Yo nada os prometí—repuso él.
—Pero debisteis haber atendido mis súplicas, teniendo  en cuenta que os las hice para bien de amigos.
No se daba cuenta de lo hacía, ni de lo que decía y envió  por dos amigas suyas para no encontrarse sola con Werther. Éste dejó algunos libros que había llevado y pidió  otros.
Carlota esperaba con afán que sus amigas llegasen, pero  un momento después deseaba lo contrario. Volvió la criada  y dijo que ninguna de las dos podía complacerla.
Entonces se la ocurrió dar a la criada orden de que se  quedara en la habitación inmediata haciendo labor; pero  en seguida cambió de idea.
Werther se paseaba por la sala con visible agitación.
Carlota se sentó al clavicémbalo (instrumento musical de cuerdas) y quiso tocar un minué;  pero sus dedos se resistían a secundar su intento.  Abandonó el clavicémbalo y fue a sentarse al lado de  Werther, que ocupaba en el sofá su sitio de costumbre.
—¿No traéis nada que leer?—dijo Carlota.
No traía él nada.
—Ahí, en la cómoda—prosiguió ella—, tengo la  traducción que hicisteis de algunos cantos de Ossián.  Todavía no la he visto, porque esperaba que vos me la  leeríais; pero hasta ahora no se ha presentado ocasión.
Werther sonrió y fue a buscar el manuscrito. Al tomarlo experimentó un involuntario estremecimiento; al hojearlo  se llenaron de lágrimas sus ojos. Luego, esforzándose  para que su voz pareciera segura, leyó lo que sigue:
—”¡Estrella del crepúsculo que resplandeces soberbia en  occidente, que asomas tu radiante faz entre las nubes y te  paseas majestuosa sobre la colina!…, ¿qué miras a través  del follaje? Los indómitos vientos se han calmado; se oye  lejano el ruido del torrente; las espumosas olas se estrellan  al pie de las rocas y el confuso rumor de los insectos  nocturnos se cierne en los aires. ¿Qué miras, luz hermosa?  Sonríes y sigues tu camino. Las ondas se elevan gozosas  hasta ti, bañando tu brillante cabellera. ¡Adiós, rayo de  luz dulce y tranquilo! ¡Y tú, sublime luz del alma de Ossián  brilla aparece a mis ojos! Vedla; allí asoma en todo su  esplendor. Ya distingo a mis amigos muertos; se reúnen  en Lora como durante mejores días… Fingal avanza con  una húmeda columna de bruma; en torno suyo están sus  valientes. Ved los dulcísimos bardos; Ulino, con su cabello  gris; el majestuoso Ryno; Alpino, el celestial cantor, y tú,  quejumbrosa Minona! ¡Cuánto habéis cambiado, amigos  míos, desde las fiestas de Selma, donde nos diputábamos  el honor de cantar, como los céfiros de primavera columpian  unas tras otras las lozanas hierbas de la montaña! Se  adelantó Minona, en todo el esplendor de su belleza, con  la vista baja y los ojos llenos de lágrimas. Flotaba su  cabellera a merced del viento que soplaba desde la colina.  El alma de los héroes se entristeció al oír su dulce canto,  porque habían visto muchas veces la tumba de Salgar, y  muchas también la agreste morada de la blanca Colma…,  de Colma, abandonada en la montaña, sin más compañía  que la del eco de su voz armoniosa. Salgar había prometido  ir; pero, antes que llegase, la noche envolvió en sus  tinieblas a Colma. Escuchad su voz; oíd lo que cantaba  vagando por la montaña:
“”COLMA.—Es de noche; estoy sola, extraviada en las  tempestuosas cimas de los montes. El viento silba en torno  mío. El torrente se precipita con estruendo desde lo alto  de las rocas. No tengo ni una cabaña que me defienda  contra la lluvia, y estoy abandonada entre estos peñascos  azotados por la tormenta. Rompe, ¡oh luna!, tu prisión de  nubes. ¡Dejadme ver vuestros resplandores, luceros de la  noche! Guíeme un rayo de luz al sitio donde el dueño de  mi amor reposa de las fatigas de la caza, con el arco suelto  a sus pies, con los perros jadeando en su derredor. ¿Es  preciso que permanezca aquí, sola y sentada sobre la roca,  encima de la cóncava cascada? Oigo los rugidos del torrente y del huracán, pero, ¡ay!, no llega a mi oído la del  que amo. ¿Por qué tarda tanto mi Salgar? ¿Habrá olvidado  su promesa? Éstos son la roca y el árbol, éstas las  espumosas ondas. Tú me ofreciste venir aquí al  anochecer… ¡Ah! ¿Dónde estás, Salgar mío? Yo quería  huir contigo, yo quería abandonar por ti a mi orgulloso  padre y a mi orgulloso hermano. Hace mucho tiempo que  son enemigas nuestras familias; pero nosotros no somos  enemigos, Salgar. ¡Cálmate por un momento, huracán!
¡Enmudece por un instante, potente catarata! Dejad que  mi voz resuene por todo el valle, y que la oiga mi viajero.  Salgar, yo soy quien te llama. Aquí están el árbol y la  roca. Salgar, dueño mío, aquí me tienes; ven… ¿Por qué  tardas? La luna aparece; las olas, en el valle, reflejan sus  rayos; las rocas se esclarecen; las cumbres se iluminan.  Sin embargo, no veo a mi amado. Sus perros, que siempre  se le adelantan, no me anuncian su venida. ¡Ah, Salgar!  ¿Por qué me dejas sola? Pero ¿quiénes son aquellos que  se distinguen allá abajo entre los arbustos? Hablad, amigos  míos… ¡Oh!, no contestan. . . ¡Qué ansiedad siente mi  alma!… ¡Están muertos! Sus cuchillas se han enrojecido  con la sangre del combate. ¡Oh, hermano mío!…, ¿por  qué has matado a mi Salgar? Y tú mi querido Salgar, ¿por  qué has matado a mi hermano? ¡Os quería tanto a los  dos! ¡Estabas tú tan bello entre los mil guerreros de la  montaña! ¡Y él era tan bravo en la pelea! Escuchad mi  voz y respondedme, amados míos. Pero, ¡ay de mí!, se  hallan mudos, mudos para siempre. Sus corazones permanecen  helados como la tierra. ¡Oh!, desde las altas  rocas, desde las cumbres en que se forman las  tempestades, habladme vosotros, espíritus de los muertos.  Yo os escucharé sin pavor. ¿Adónde habéis ido a reposar?  ¿En qué gruta del monte podré encontrarlos? Ninguna voz  suspira en el viento; ningún gemido solloza entre los de la  tempestad. Aquí, abismada en mi dolor, anegada en llanto,  espero la nueva aurora. Cavad su sepultura, amigos de  los muertos; pero no la cerréis hasta que yo baje a ella. Mi  vida se desvanece como un sueño. ¿Acaso puedo  sobrevivirlos? Aquí, cerca del torrente que salta entre  peñascos, es donde quiero quedarme con ellos. Cuando  la noche caiga sobre la montaña y silbe el viento entre los  matorrales, mi espíritu se lanzará al espacio lamentando la  muerte de mis amigos. El cazador me oirá desde su cabaña  de follaje; mi voz le dará miedo y, sin embargo me amará,  porque será dulce mientras llore por ellos. ¡Los quería  tanto! Así cantabas, ¡oh Minona, bella y pálida hija de  Thormann! Nuestras lágrimas corren por Colma y nuestra  alma se torna sombría como la noche. Ulino apareció  con el arpa y nos hizo oír el canto de Alpino. Alpino fue  un cantor melodioso, y el alma de Ryno era un rayo de  fuego. Pero uno y otro yacían en la estrecha mansión de  los muertos, y sus voces no resonaban ya en Selma. Un  día, volviendo Ulino de la caza, antes que los dos héroes  hubiesen sucumbido, los oyó cantar en la colina. Su canto  era dulce, pero no triste. Se lamentaban de la muerte de  Morar, el mayor de los héroes. El alma de Morar era gemela  de la de Fingal; su espada, semejante a la espada de Oscar.  Murió; gimió su padre, y los ojos de su hermana  Minona se llenaron de lágrimas al oír el canto de Ulino.  Minona retrocedió como la luna esconde su cabeza detrás  de las nubes cuando presiente la tempestad. Yo acompañaba con el arpa el canto de las lamentaciones.”
“”RYNO.— Cesaron ya el viento y la lluvia las nubes se  disipan; el cielo aparece diáfano; el sol, caminando al ocaso  dora con sus últimos rayos las crestas de los montes. El  torrente enrojecido rueda por el valle. Dulce es el murmullo  del río, pero más dulce es la voz de Alpino cuando canta  a los muertos. Su cabeza está inclinada por el peso de los  años, y sus ojos, escaldados por el llanto. Alpino, celestial  cantor, ¿por qué vagas solitario por la montaña  silenciosa? ¿Por qué gimes como el viento en el bosque y  como la ola que se rompe en lejana playa?”
“”ALPINO.—Mi llanto, Ryno, brota por los muertos. Mi  voz va hacia los habitantes del sepulcro. Tú eres ágil y  esbelto, Ryno, eres bello entre los hijos de la montaña;  pero caerás como Morar, y la aflicción irá también a  sentarse sobre tu ataúd. La montaña te olvidará, y tu arco  abandonado penderá de lo alto de la muralla. ¡Oh, Morar!,  tú eras ligero como el corzo que ama la colina, terrible como el fuego del cielo en la oscuridad de la noche; tu  cólera era una tempestad, tu espada era un rayo en el  combate, tu voz era el rugido del torrente después de la  lluvia, el del trueno rodando sobre las montañas. Muchos  han caído al golpe de tu brazo; la llama de tu cólera los ha  consumido… Pero cuando volvías de la guerra, ¡qué dulce  y apacible era tu encanto! Tu rostro parecía el sol después  de la tormenta; parecía la luna iluminando una noche serena.  Tu pecho era un reflejo del mar cuando se calma el viento  que lo agita. ¡Qué pequeña y sombría es ahora tu morada!  Con tres pasos se mide la sepultura del que no ha  mucho fue tan grande. Cuatro piedras cubiertas de musgo  son tu único monumento. Un árbol sin hojas, altas hierbas  que columpia la brisa. Eso es todo lo que revela al experto  cazador el sitio donde yace el poderoso Morar. Tú no  tienes madre ni amante que te lloren: murió la que te dio el  ser: murió también la hija de Morglan. ¿Quién es aquel  hombre que se apoya tristemente en un bastón? ¿Quién  es aquel hombre cuya cabeza blanquea antes de tiempo, y  no cesa de llorar? Es tu padre, ¡oh Morar!, tu padre, que  no tenía otro hijo. Muchas veces oyó hablar de tu valor,  de los enemigos que cayeron a los golpes de tu espada: muchas veces oyó hablar de la gloria de Morar ¡ay!, ¿por  qué le contaron también tu muerte? Llora, desgraciado  padre, llora, que tu hijo no te oirá. El sueño de los muertos  es muy profundo; su almohada de polvo está muy honda.  No se levantará tu hijo al oír tu voz; no se despertará a tus  gritos. ¡Ah!, ¿cuándo penetrará la luz en el sepulcro?  ¿Cuándo se podrá decir al que duerme en él: “despierta”?  ¡Adiós, noble joven; adiós, valiente guerrero! Ya no  volverán a verte los campos de batalla; ya el bosque  sombrío no se iluminará con el centelleo de tu espada.  No has dejado hijos, pero el canto de los trovadores  conservará y transmitirá tu nombre a la posteridad. Las  edades futuras oirán hablar de tus hazañas y conocerán a  Morar. La aflicción de los guerreros era profunda; pero  los sollozos de Armino la dominaban. Este canto le  recordó la pérdida de un hijo, muerto en la flor de su  edad. Carmor estaba junto al héroe; Carmor, el príncipe  de Galmar. “¿Por qué suspiras de este modo?” le dijo.  ¿Es aquí donde hay que llorar? La música y el canto que se dejan oír, ¿no son para reanimar el espíritu, lejos de  abatirle? Ligeros vapores se escapan del lago, invaden el  bosque y humedecen las flores: el sol aparece brillante,  los vapores se disipan. ¿Por qué estás triste, ¡oh Armino!,  tú que reinas en Gorma, que tiene un cinturón de  olas?”
“”ARMINO.—Estoy triste, y tengo motivos poderosos  para estarlo. Carmor, tú no has perdido un hijo ni tienes  que llorar la muerte de una hija radiante de hermosura.  Colgar, el intrépido joven, vive aún, y como él la bella  Almira. Los retoños de tu raza florecen, Carmor, pero  Armino es el último de una rama seca. Sombrío es tu  lecho, Daura; sombrío es tu sueño en el sepulcro.  ¿Cuándo despertarás? ¿Cuándo volverá a resonar tu voz  melodiosa? Levantaos, vientos del otoño…,  desencadenaos sobre la oscura maleza… Torrentes de la  selva, desbordaos… Huracanes, arrancad a vuestro paso  las encinas… Y tú, luna, muestra y esconde alternativamente  tu pálido rostro entre las rasgadas nubes. Recuérdame la  terrible noche en que murieron mis hijos, mi valiente Arindal y mi querida Daura. Daura, hija mía; tú eres tan hermosa  como el astro de plata que esclarece la colina, blanca como  la nieve y dulce, dulce como la brisa embalsamada de la  de la mañana. Arindal, tu arco era invencible, fuerte tu  lanza, poderosa tu mirada, como la nube que rueda sobre  las olas; tu escudo parecía un meteoro en el seno de una  tempestad. Armar célebre en los combates, solicitó el amor  de Daura, y bien pronto lo obtuvo. Pero Erath, hijo de  Odgall, temblaba de rabia porque su hermano había sido  muerto por Armar. Vino disfrazado de batelero; su barca  se columpiaba gallardamente sobre las ondas. Traía el  pelo blanco; su semblante era grave y tranquilo. “¡Oh!,  tú, la más bella de las jóvenes, amable hija de Armino—  dijo—, allá abajo, en una roca, no lejos de la orilla, espera  Armar a su querida Daura.” Ella le siguió y llamó a Armar;  pero el eco sólo contestó a su voz. “Armar, dueño mío,  mi bien, ¿por qué me apesadumbras de este modo?
Escucha, hijo de Armath, oye mis ruegos… Es tu Daura  quien te llama.” El traidor Erath la dejó sobre la roca, y  volvió a tierra riéndose. Daura se deshizo en gritos, llamando  a su padre y a su hermano: “Arindal, Armino, no  vendréis ninguno de los dos a salvar a vuestra Daura?”  Arindal, mi hijo, descendió de la montaña cargado con el  botín de la caza, con las flechas suspendidas del costado, el arco en la mano y rodeado de cinco perros negros.  Distinguió en su orilla al imprudente Erath; se apoderó de  él y le ató a un roble con fuertes ligaduras. Mientras Erath  llenaba de gemidos el espacio, Arindal, apoderándose de  su barca, se dirigió a la roca donde se hallaba Daura. En  esto, llega Armar, prepara furioso una flecha, silba el dardo,  y tú. hijo mío, pereces del golpe destinado al pérfido Erath.  En el momento en que la barca arribó a la roca, Arindal  dio el último suspiro. ¡Oh, Daura! La sangre de tu hermano  corrió a tus pies. ¡Cuál sería tu desesperación! La barca  deshecha contra la roca, se sumergió en el abismo. Armar  se arrojó al agua para salvar a Daura o morir. Una ráfaga  de viento baja de la montaña, arremolina el oleaje, y Armar  desaparece y no vuelve a aparecer. Mi desgraciada hija  quedaba sin amparo, sola, sobre un peñasco azotado por  las olas. Yo, su padre, oía sus lamentos y nada podía  intentar en su auxilio. Toda la noche permanecí en la orilla,  contemplándola a los débiles rayos de la luna. Toda la  noche estuve oyendo sus clamores. El viento silbaba, el  agua caía a torrentes, y la voz de Daura se iba debilitando  a medida que se acercaba el día. Pronto se extinguió por  completo, como se desvanece la brisa de la tarde entre  las hierbas de la montaña. Consumida por la desesperación,  expiró, dejando a Armino solo en el mundo. Mi valor, mis  fuerzas y mi orgullo murieron con ella. Cuando las tormentas  bajan de la montaña, cuando el viento del norte  alborota el oleaje, yo me siento en la ribera, y fijo mis ojos  en la funesta roca. Muchas veces mientras la luna aparece  en el cielo, veo flotar en una penumbra luminosa las almas  de mis ojos, que vagan por el espacio unidas en abrazo  fraternal.”
Un torrente de lágrimas que brotó de los ojos de Carlota,  esahogando su oprimido corazón, interrumpió la lectura  e Werther. Éste arrojó a un lado el manuscrito y,  poderándose de una de las manos de la joven, vertió  ambién amargo llanto. Carlota, apoyando la cabeza en la  otra mano, se cubrió el rostro con su pañuelo. Víctimas  él y ella de una terrible agitación, veían su propio infortunio en la suerte de los héroes de Ossián y juntos lo deploraban.
Sus lágrimas se confundieron. Los ardientes labios de  Werther tocaron el brazo de Carlota. Ella se estremeció y  quiso alejarse; pero el dolor y la compasión la tenían  clavada en su asiento, como si una masa de plomo pesase  sobre su cabeza. Ahogándose y queriendo dominarse,  suplicó, sollozante, a Werther que prosiguiese la lectura,  su voz rogaba con un acento celestial.
Werther, cuyo corazón latía con tal violencia, que parecía  querer salirse del pecho, temblaba como un azogado, tomó  el libro y leyó con insegura voz:
—¿Por qué me despiertas, soplo embalsamado de la  primavera? Tú me acaricias y me dices: “Traigo conmigo  el rocío del cielo; pero pronto estaré marchito, porque  pronto vendrá la tempestad que arrebatará mis hojas.  Mañana llegará el viajero; vendrá el que me ha conocido  en toda mi belleza; su vista me buscará en torno suyo, me  buscará y no me encontrará.”
Estas palabras causaron a Werther un profundo  abatimiento. Se arrojó a los pies de Carlota, completa y  espantosamente desesperado, y cogiéndole las manos, las  oprimió contra su frente.
Carlota sintió entonces un vago presentimiento de un  siniestro propósito. Turbado su juicio, cogió a su vez las  manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Inclinóse  hacia él con ternura, y sus abrasadas mejillas se tocaron.  El mundo desapareció para ellos; él la estrechó entre sus  brazos, la apretó contra su pecho y cubrió de frenéticos  besos los temblorosos labios de su amada, que balbucía  palabras entrecortadas.
—¡Werther!—murmuraba ella con voz ahogada y  desviándose—. ¡Werther!—repetía, y con suave movimiento trataba de alejarse—. ¡Werther!—exclamó por  tercera vez, ya con acento digno e imponente. Él se sintió dominado; la soltó y se arrojó al suelo como  un loco. Carlota se levantó y, completamente turbada, indecisa entre  el amor y la cólera, le dijo:
—Es la última vez, Werther; no volveréis a verme
Y, lanzando sobre aquel desgraciado una mirada llena de  amor, corrió a la habitación inmediata y se encerró, afligida,  en ella. Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En  el suelo, Y con la cabeza apoyada en el sofá, permaneció  más de una hora sin dar señales de vida.
Al cabo de este tiempo oyó ruido y volvió en sí. Era la  criada qué venía a poner la mesa. Se levantó y empezó a  pasear por la habitación. Cuando volvió a quedarse solo,  se aproximó a la puerta por donde había desaparecido  Carlota, y exclamó en voz baja:
—¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra sola, un adiós siquiera…
Ella guardó silencio. Esperó él, suplicó, esperó de nuevo…  Por último, se alejó de la puerta gritando:
—    ¡Adiós, Carlota…; adiós para siempre!
Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias, que estaban  acostumbrados a verle, le dejaron pasar. Caían menudos  copos de nieve; él, sin embargo, no volvió a la población  hasta una hora antes de medianoche.
Cuando llegó a su casa, el criado notó que no llevaba  sombrero; pero no se atrevió a decírselo. Le ayudó a  desnudarse; toda la ropa estaba calada. Más tarde  encontraron el sombrero en un peñasco que se destaca  sobre todos los de la montaña y que parece querer  desgajarse sobre el valle. No se comprende como en una  noche lluviosa y oscura pudo llegar a aquel punto sin  despeñarse.
Se acostó y durmió largo tiempo: cuando el criado entró  en el cuarto al día siguiente para despertarle, le halló  escribiendo, y le pidió café, que le sirvió en seguida.
Entonces Werther añadió estos párrafos a la carta que  tenía empezada para Carlota:
“Ésta es la última vez que abro los ojos; la última, ¡ay de  mí! Ya no volverán a ver la luz del sol, que hoy se oculta  detrás de una niebla densa y sombría. ¡Si, viste de luto,  naturaleza! Tu hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su fin.  ¡Ah, Carlota!, es una cosa que no se parece a nada y que  sólo puede compararse con las percepciones confusas  de un sueño, el decirse: “¡Esta mañana es la última!”
Carlota, apenas puedo darme cuenta del sentido de esta  palabra: “¡La última!” Yo, que ahora tengo la plenitud de  mis fuerzas, mañana estaré sobre la tierra rígido y sin vida.  ¡Morir! ¿Qué significa esto? Ya lo ves: los hombres  soñamos siempre que hablamos de la muerte. He visto  morir a mucha gente; pero somos tan pobres de  inteligencia, que a pesar de cuanto vemos, no sabemos  nada del principio ni del fin de la vida. En este momento  todavía soy mío…, todavía soy tuyo, si, tuyo, querida  Carlota; y dentro de poco…, ¡separados…. desunidos,  quizá para siempre! ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo dejar  de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa esto?  Es una frase más, un ruido vano que mi corazón no  comprende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto por la tierra fría  en un rincón estrecho y sombrío! Tuve en mi adolescencia  una amiga que carecía de apoyo y de consuelo. Murió y  la acompañé hasta la fosa, donde estuve cuando bajaron  el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las soltaron y  cuando las recogieron. Luego arrojaron la primera palada  de tierra, y la fúnebre caja produjo un ruido sordo, después  más sordo, y después más sordo todavía, hasta que quedó  completamente cubierta de tierra. Caí al lado de la fosa,  delirante, oprimido, y con las entrañas hechas pedazos.  Pues bien: yo no sé nada de lo que hay más allá del  sepulcro. ¡Muerte! ¡Sepulcro! No comprendo estas  palabras.
“¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer… aquél debió ser el  último momento de mi vida. ¡Oh ángel! Fue la primera  vez, si, la primera vez que una alegría pura y sin límites  llenó todo mi ser.
“Me ama, me ama… Aún quema mis labios el fuego sagrado  que brotaba de los suyos; todavía inundan mi corazón  estas delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía  que me amabas; lo sabía desde tus primeras miradas  aquellas miradas llenas de tu alma; lo sabía desde la primera  vez que estrechaste mi mano. Y, sin embargo, cuando me separaba de ti o veía a Alberto a tu lado, me asaltaban por doquiera rencorosas dudas. “¿Te acuerdas de las flores que me enviaste el día de  aquella enojosa reunión en que ni pudiste darme la mano  ni decirme una sola palabra? Pasé la mitad de la noche  arrodillado ante las flores, porque eran para mí el sello de  tu amor; pero, ¡ay!, estas impresiones se borraron como  se borra poco a poco en el corazón del creyente el  sentimiento de la gracia que Dios le prodiga por medio de  símbolos visibles. Todo perece, todo; pero ni la misma  eternidad puede destruir la candente vida que ayer recogí  en tus labios y que siento dentro de mí. ¡Me ama! Mis  brazos la han estrechado, mi boca ha temblado, ha  balbuceado palabras de amor sobre su boca. ¡Es mía!  ¡Eres mía! Sí, Carlota, mía para siempre. ¿Qué importa  que Alberto sea tu esposo? ¡Tu esposo! No lo es más  que para el mundo, para ese mundo que dice que amarte  y querer arrancarte de los brazos de tu marido para recibirte  en los míos es un pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. Ya he saboreado ese pecado en sus delicias, en  sus infinitos éxtasis. He aspirado el bálsamo de la vida y  con él he fortalecido mi alma. Desde ese momento eres  mía, ¡eres mía, oh Carlota! Voy delante de ti; voy a reunirme  con mi padre, que también lo es tuyo, Carlota; me quejaré y me consolará hasta que tú llegues. Entonces volaré a tu  encuentro, te tomaré en mis brazos y nos uniremos en  presencia del Eterno; nos uniremos con un abrazo que  nunca tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro  brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a vernos!  ¡Veremos a tu madre y le contaré todas las cuitas de mi  corazón! ¡Tu madre! ¡Tu perfecta imagen!”
A las once llamó Werther a su criado y le preguntó si  había regresado Alberto. El criado contestó que le había  visto pasar a caballo. Entonces le mandó una esquela  abierta que sólo contenía estas palabras:
“¿Quieres hacerme el favor de prestarme tus pistolas para un viaje que he proyectado? Consérvate bueno. Adiós.”
***
La pobre Carlota apenas había podido dormir la noche  anterior. Su sangre pura, que hasta entonces había corrido  tranquilamente por sus venas, se agitaba en curso febril.  Mil sensaciones distintas con movían su noble corazón.  ¿Era que abrasaba su seno el calor de las caricias de  Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era  que le mortificaba comparar su situación del momento  con su vida pasada, con sus días de inocencia, sosiego y  confianza? ¿Cómo presentarse a su esposo? ¿Cómo confesarle  una escena de que ella misma no quería darse  cuenta, por más que no tuviese nada de que avergonzarse?  Mucho tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de  Werther, y precisamente ella debía romper el silencio para  hacerle una confesión no menos penosa que inesperada.  Temía que el solo anuncio de la visita de Werther fuese  para Alberto una gran mortificación. ¿Qué sucedería  cuando supiera él todo lo ocurrido? ¿Podría esperarse  que juzgara las cosas sin pasión y las viese tales como  habían pasado? ¿Podría desearse que leyera claramente  en el fondo de su alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular  ante un hombre para quien el pecho de ella había sido  siempre un transparente cristal y a quien no había ocultado  ni quería ocultar nunca el menor pensamiento? Estas  reflexiones la abrumaban, abismándola en una cruel  incertidumbre, y siempre se volvía su pensamiento hacia  Werther que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía  abandonar y a quien era preciso que abandonase. ¡Ah…,  qué vacío para ella!
Aunque la agitación de su espíritu no le permitiese ver  claramente la verdad de las cosas, comprendió que pesaba  sobre ella la fatal desavenencia que separaba a su marido  y Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que  empezando por ligeras divergencias de sentimiento, habían  llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial.  Cada uno se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los errores del otro. Se había aumentado la tirantez  por ambas partes y había llegado a ser tal la situación,  que ya no podía despejarse sin violencia. Si los hubiera  unido más una dichosa confianza en los primeros  momentos, si la amistad y la indulgencia hubieran abierto  sus almas a algunas dulces expansiones, acaso habría sido  posible salvar al desgraciado joven. Una circunstancia  particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther,  como hemos visto en sus cartas, no ocultó nunca su deseo  de abandonar el mundo. Alberto había combatido esta  idea muchas veces, y con frecuencia había cuestionado  sobre ella con su mujer. Impulsado por una instintiva  repugnancia hacia el suicidio, Alberto había sostenido muy  a menudo, con una rudeza impropia de su carácter, que  semejante resolución no era de hombre serio, y hasta se  había permitido alguna burla sobre el asunto, haciendo  así que su incredulidad se reflejara un tanto en Carlota.  Esto la tranquilizaba un poco cuando en su espíritu  aparecían siniestras imágenes; pero esto mismo impedía  que participara sus temores a su marido.
No tardó Alberto en llegar, y ella salió a recibirle, Alberto parecía  disgustado. No había podido terminar sus asuntos por  ciertas dificultades, hijas del carácter intratable y minucioso  del juez. El mal estado de los caminos había acabado de  ponerle de mal humor.
Preguntó si había ido alguien durante su ausencia, y su  mujer se apresuró a decirle que Werther había estado allí  la víspera por la tarde. Informado después de que en su  cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado  para él, dejó sola a Carlota. La presencia del hombre por  quien sentía tanto cariño y tanto respeto, operó una nueva  revolución en el espíritu de ella. El recuerdo de la  generosidad del esposo, de su amor y de sus bondades,  le devolvió el sosiego. Experimentó un secreto deseo de  seguirle, y decidida a ello, hizo lo que hacía muchas veces:  ir a buscarle a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo  las cartas; algunas parecían preñadas de noticias desagradables. Le formuló varias preguntas sobre esto, y  él contestó lacónicamente, poniéndose luego a escribir.
Durante una hora permanecieron silenciosos, uno enfrente  del otro. Carlota se entristecía por momentos.  Comprendía que, aunque su marido estuviese del mejor  humor del mundo, iba a verse apurada para darle cuenta  de lo que sentía su corazón, y cayó en un abatimiento que  se tornaba más profundo a medida que se esforzaba ella  por ocultar y devorar sus lágrimas.
La llegada del criado de Werther aumentó la turbación  que experimentaba. El hombre entregó la carta de su amo,  y Alberto, después de leerla, se volvió fríamente hacia su  mujer, y le dijo:
—Dale mis pistolas—y volviéndose luego al criado,  añadió—: Decid a vuestro amo que le deseo un buen viaje.
Estas palabras produjeron en Carlota el efecto de un rayo.  penas tuvo fuerzas para levantarse. Se dirigió lentamente  a  la pared, descolgó las armas y las limpió con mano  temblorosa.
Estaba indecisa, y habría tardado largo rato en  entregárselas al criado si Alberto, con una mirada  interrogadora, no la hubiese obligado a obedecer al punto.  Carlota entregó las pistolas al criado sin poder articular  una sola palabra. Cuando éste hubo salido, ella volvió a  tomar su labor y se retiró a su cuarto, presa de una  turbación espantosa y con el corazón agitado por  siniestros presentimientos.
Tan pronto quería ir a arrojarse a los pies de su marido y  confesarle la escena de la víspera, la turbación de su  conciencia y sus terribles temores, como desistía de  hacerlo, preguntándose de qué serviría aquel paso. ¿Podría  esperar que su marido, atendiendo a sus ruegos, corriese  inmediatamente a casa de Werther?
La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota  sin más objeto que charlar un poco, pero temiendo  importunar, quiso retirarse. Carlota la retuvo en su  compañía. Esto dio margen a una conversación que animó  la comida, y, aunque esforzándose, se charló, y al cabo  se dio todo al olvido.
El criado de Werther llegó a su casa con las pistolas y las  entregó a su amo, que se apresuró a cogerlas al saber que  venían de manos de Carlota.
Mandó que le llevaran pan y vino, y encargando después  a su criado que fuera a comer, se puso a escribir:
“Han pasado por tus manos; tú misma les has quitado el  polvo, tú las has tocado…, y yo las beso ahora una y mil  veces.
“¡Angel del cielo, tú favoreces mi resolución! Tú, Carlota,  eres quien me presentas este arma destructora, así recibiré  la muerte de quien yo quería recibirla. ¡Qué bien me he  enterado por el criado de los menores detalles! Temblabas  al entregarle estas armas…; pero ni un adiós me envías.  ¡Ay de mí!, ni un adiós. ¿Acaso el odio me ha cerrado tu  corazón por aquel instante de embriaguez que me ha unido  a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los  siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro de  ello, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te idolatra.”
Después de comer mandó al criado que acabase de  empaquetarlo todo. Rompió muchos papeles, salió a pagar  algunas cuentas que tenía pendientes y se volvió luego a  su casa. Más tarde, a pesar de que llovía, salió de nuevo  y llegó hasta el jardín del difunto conde de M., fuera de la  población. Estuvo paseándose largo tiempo por los  alrededores y regresó a su morada al anochecer. Entonces
se puso a escribir:
“Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y  los bosques. También a ti te doy el último adiós. Tú, madre mía, perdóname. Consuélala, Guillermo. Dios os  colme de bendiciones. Todos mis asuntos quedan  arreglados. Adiós, volveremos a vernos…, y entonces  seremos más felices.”
***
“Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me  perdonas. He turbado la paz de tu hogar, he introducido  la desconfianza entre vosotros… Adiós: ahora voy a  subsanar estas faltas. ¡Quiera el cielo que mi muerte os  devuelva la dicha! ¡Alberto, Alberto!, haz feliz a ese ángel  para que la bendición de Dios descienda sobre ti.”
***
Por la noche aún estuvo revolviendo sus papeles; rompió  muchos, que arrojó al fuego, y cerró algunos pliegos  dirigidos a Guillermo. El contenido de éstos se reducía a  breves disertaciones y pensamientos sueltos, de los cuales  no conozco más que una parte. A eso de las diez hizo  que encendieran lumbre, mandó que le llevaran una botella  de vino y envió a dormir a su criado. El cuarto de éste,  como los de todos los que vivían en la casa, se hallaba a  gran distancia del de Werther. El criado se acostó vestido  para estar dispuesto muy temprano, porque su amo le  había dicho que los caballos de posta llegarían antes de  las seis de la mañana.
DESPUÉS DE LAS ONCE
“Todo duerme en torno mío, y mi alma está tranquila. Te  doy gracias, ¡oh Dios!, por haberme concedido en  momento tan supremo resignación tan grande. Me asomo  a la ventana, amada mía, y distingo a través de las  tempestuosas nubes algunos luceros esparcidos en la  inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros  inmortales! El Eterno os lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación favorita, porque,  de noche, cuando salía de su casa, la tenía siempre delante. ¡Con qué delicia la he contemplado muchas veces!  ¡Cuántas he levantado mis manos hacia ella para tomarla  por testigo de la felicidad de que entonces disfrutaba!  ¡Oh Carlota!, ¿qué hay en el mundo que no traiga a mi  memoria tu recuerdo? ¿No estás en cuanto me rodea?  ¿No te he robado codicioso como un niño, mil objetos  insignificantes que habías santificado con sólo tocarlos?
“Tu retrato, este retrato querido, te lo doy suplicándote  que lo conserves. He estampado en él mil millones de  besos, y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación  y al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre,  rogándole que proteja mi cadáver. Al final del cementerio,  en la parte que da al campo, hay dos tilos, a cuya sombra  deseo reposar. Esto puede hacer tu padre por su amigo, y  tengo la seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también.  Carlota. No pretendo que los piadosos cristianos dejen  depositar el cuerpo de un desgraciado cerca de sus  cuerpos. Deseo que mi sepultura esté a orillas de un camino o en un valle solitario, para que, cuando el sacerdote o el levita pasen junto a ella, eleven sus brazos al cielo,  bendiciéndome, y para que el samaritano la riegue con sus lágrimas. Carlota, no tiemblo al tomar el cáliz terrible  y frío que me dará la embriaguez de la muerte. Tú me lo  has presentado, y no vacilo. Así van a cumplirse todas  las esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí,  todos.
“Sereno y tranquilo voy a llamar a la puerta de bronce del  sepulcro. ¡Ah, si me hubiese cabido en suerte morir  sacrificándome por ti! Con alegría con entusiasmo hubiera  abandonado este mundo, seguro de que mi muerte  afianzaba tu reposo y la felicidad de toda tu vida. Pero,  ¡ay!, sólo algunos seres privilegiados logran dar su sangre  por los que aman y ofrecerse en holocausto Para centuplicar los goces de sus preciosas existencias. Carlota,  deseo que me entierren con el traje que tengo puesto,  porque tú lo has bendecido al tocarlo. La misma petición  hago a tu padre. Prohibo que me registren los bolsillos.  Llevo en uno aquel lazo de cinta color de rosa que tenías en el pecho el primer da que te vi rodeada de tus niños… ¡Oh! Abrázalos mil veces y cuéntales el infortunio de su  desdichado amigo. ¡Cuánto los quiero! Aún los veo  agruparse en torno mío. ¡Ay, cuánto te he amado desde el  momento en que te vi! Desde ese momento comprendí  que llenarías toda mi vida… Haz que entierren el lazo conmigo…  Me lo diste el día de mi cumpleaños, y lo he  conservado como sagrada reliquia. ¡Ah!, nunca sospeché  que aquel principio tan agradable me condujese a este fin.  Ten calma, te lo ruego; no te desesperes… Están  cargadas… Oigo las doce… ¡Sea lo que ha de ser!  Carlota…, Carlota… ¡Adiós, adiós!”
Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero como  todo permaneció tranquilo, no se cuidó de averiguar lo  ocurrido. A las seis de mañana del siguiente día entró el  criado en la alcoba con una luz, y vio a su amo tendido en  el suelo, bañado en su sangre y con una pistola al lado. Le  llamó y no obtuvo respuesta. Quiso levantarle y observó  que todavía respiraba. Corrió a avisar al médico y a  Alberto. Cuando Carlota oyó llamar, un temblor convulsivo  se apoderó de todo su cuerpo. Despertó a su marido y se  levantaron. El criado, acongojado y sollozando, les dio la  fatal noticia. Carlota cayó desmayada a los pies de su  marido.
Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, le halló  todavía en el suelo y en un estado deplorable. Latía el  pulso aún; pero todos sus miembros estaban paralizados.  Había entrado la bala por encima del ojo derecho,  haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo, y  corrió la sangre; todavía respiraba. Unas manchas de  sangre que se veían en el respaldo de su silla indicaban  que consumó el suicidio sentado delante de la mesa donde  escribía y que en las convulsiones de la agonía había  rodado al suelo. Se hallaba tendido boca arriba, cerca de  la ventana, vestido y calzado, con frac azul y chaleco  amarillo.
La gente de la casa y de la vecindad, y poco después  todo el pueblo, se pusieron en movimiento. Llegó Alberto.  Habían acostado a Werther en su lecho con la cabeza  vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se  movía; pero sus pulmones funcionaban aún de un modo  espantoso: unas veces casi imperceptiblemente, otras con  ruidosa violencia. Se esperaba que de un momento a otro  exhalase el último suspiro.
No había bebido más que un vaso de vino de la botella  que tenia sobre la mesa. El libro Emilia Galotti (8) estaba  abierto sobre el pupitre. Eran indescriptibles la  consternación de Alberto y la desesperación de Carlota.
El anciano juez llegó turbado y conmovido. Abrazó al  moribundo, bañándole el rostro con su llanto. No tardaron  en reunírsele sus hijos mayores, y se arrodillaron junto al  lecho, besando las manos del herido y no pudieron  contener el más intenso dolor. El mayor, que había sido  siempre el predilecto de Werther, se colgó al cuello de su  amigo y permaneció abrazado a él hasta que expiró.
La presencia del juez y las medidas que tomó evitaron  todo desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche a las  once en el sitio que había indicado Werther. El anciano y  sus hijos fueron formando parte del fúnebre cortejo;  Alberto no tuvo valor para tanto.
Durante algún tiempo se temió por la vida de Carlota.
Werther fue conducido por jornaleros al lugar de su  sepultura, sin que le acompañara ningún sacerdote.
FIN

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